1. El Olor del Aguarrás

Quizás he leído o probablemente pensé que Marcel Duchamp había dicho que algunos artistas continúan pintando porque están adictos al olor del aguarrás. El quehacer de estos no es por lo tanto estético, sino que es una dependencia biológica de la química de ese médium.

Aire acondicionado de pared a pared, el zumbido de los carretes rebobinando a alta velocidad, paraíso o corporación, electrones disparados para estrellarse contra la pared fosforescente…

¡Ese es mi aguarrás!

La necesidad de hacer video nace como la dependencia del aguarrás, la droga y el médium, del urgente deseo de conectarse. Ardiente como el deseo del electrón, que dentro del tubo de vacío, se dirige cual centella desde la oscuridad reinante adentro hacia el ojo externo que lo mira. Y en efecto, lo que se comunica solamente es ese deseo de contacto: una comunicación diferida. Después de todo, lo que genera la corriente de electrones es una diferencia de potencial eléctrico.

El deseo de hacer público algo personal. Una frágil señal se revela tiernamente con la significación de una bomba. Un hecho interior se desvela, como quitar un guante que tiene tripas.

2. De la Isla

La comunicación se intenta mientras busco a la muchedumbre de exiliados errantes por el mundo que constituyen mi país. A los 22 años atravesé el frío invierno alemán. Todo era ajeno, empezando por la lengua hablada. El azar me condujo hasta una iglesia gótica cuando se estaba diciendo una misa en latín. Súbitamente me sentí en casa. Sentía “madre” en los pliegues de una lengua que apenas comprendo.

A los 45 años confundo ya lo que leo con lo que pienso; y lo que sueño con lo que me cuenta la gente. Por lo tanto, creo que probablemente he leído o soñado lo siguiente: “Desde que vine del subdesarrollado Tercer Mundo, me hizo fuerte vivir en un constante shock cultural dentro del entorno invadido por los medios de comunicación electrónica. Como el isleño que es el único que conoce el continente, porque él o ella llegó a su costa por el agua y desde el bote aún distante, abarcaba una perspectiva más amplia. Porque me eran ajenos los medios de comunicación electrónica se convirtieron de pronto en un mapa claro, en una sensual textura. Yo, sentía “madre” en los pliegues de ese texto. La relativa fuerza de mis obras de video reside en el hecho de que nunca vi la televisión hasta los 21 años, y muy poco en las dos décadas siguientes. Como no recibí una educación cinematográfica formal, tardé mucho en articular mi propio lenguaje con imágenes en movimiento. Incluso reinventé el “jump-cut” con una capacidad especial en el gatillo de la consciencia. Luego, procedí a reinventar las líneas de narración interrumpidas: con el deseo de cortocircuitar los significantes para que los espectadores chisporroteen significados frescos.

3. Subjetividad

Encerrada, en las raíces profundas de todas mis obras de video, yace una obsesión por la cultura acoplada a su contexto socio-político. Esta obsesión amarra con vigor al que hace videos, o sujeto de la enunciación con el tema u objeto documentado en observación. En realidad, el uno inunda al otro; o mejor aún, el sujeto de la enunciación y el sujeto documentado se encuentran inmersos en el líquido del otro.

Así pues, la obra de arte constituye en sí misma un intento de descifrar obsesiones. Pero descifrar a través del arte resulta ser una ocupación brumosa; y descifrar obsesiones es en sí mismo obsesivo.

4. No se Descifra Nada Haciendo Videos

En la serie de programas de video (aún abierta) titulada Video Trans Américas, el deseo de explorar mis raíces culturales y étnicas, me llevó a documentar una interacción personal con diversas culturas de los continentes americanos. En aquella ocasión fracasé, ya que la intención era descifrar subjetivamente mis ligamentos continentales. Fracasé de nuevo en otras videocintas más recientes: aquel auto desciframiento llegó a un callejón sin salida. Por ejemplo: las estructuras numéricas de la música de Juan Sebastián Bach me afectan incluso físicamente; pues para mí ligan poderosamente al “yo como niño” con la cultura. A pesar del trabajo de video que he hecho sobre Bach y su música, mi dependencia visceral permanece indescifrada: es una dependencia visceral.

La gente me pregunta con frecuencia si últimamente he ido a algún lugar. Quieren decir, a otras tierras, a otras culturas, porque saben bien que mi trabajo es una ocupación constante con “el irse”. Mi Mama indígena lo llamaba “el irís y no volverís”. De esta manera mi arte se trata de un renovado “shock” cultural en la articulación de un diálogo. Pero, de hecho, en la realidad no voy a ninguna parte intentando establecer un puente a esa lejana metáfora que manifestará la raíz interna. Me quedo aquí en mi taller en Nueva York y espero, hasta perderme en los vapores de mi pensamiento. En medio del humo, sueño con un viaje a Birmania. Una vez más utilizando lo remoto para representar una búsqueda interior.

5. Los Otros

Érase una vez un tiempo en que creíamos que el video equilibraría la política mundial en una entropía negativa y global. El intercambio de datos de supervivencia local readaptaría las circunstancias hacia un florecimiento del planeta Tierra. Esperábamos subvertir la manipulación corporativa y piramidal de la mente. Ahora bien, el sueño se ha hecho trizas con el mundo hambriento y torturado más que nunca. Yo pregunto, ¿Por qué dolor y coerción? ¿Por qué un Estado? Tal vez un millón de mentes puedan lograr más manifestando sus subjetividades. En tanto que el video permanezca apolítico seguirá siendo estéril. Porque cuando el arte excluye su contexto político se sitúa fuera de sus propios límites de actuación. De ahí esa forma de elitismo que constituye el ubicarse fuera de sí mismo para ser sí mismo.

¿Qué queda sino el deseo de un canto materializado en el largo alcance del poder del video?

¿Por qué por medio de esa manera concreta de ordenar los electrones sobre el recubrimiento magnético de una cinta plástica y móvil yo me comunicaba más fácilmente?

6. Hacia una Participación en los Medios de Comunicación Interactivos

Durante los años sesenta, muchas veces invité a D.D. en tardes bochornosas y calientes a mi taller, para ver juntos películas de serie en tres televisores reunidos, en cada uno de los cuales se transmitía una serie diferente. En otras palabras, los tres canales más comerciales vistos simultáneamente en tres televisores agrupados. Las relaciones, las oposiciones y la simultaneidad destellaban incluso en lo que se refería a los actores de los tres repartos (a veces aparecía el mismo actor en dos de las series al mismo tiempo), y al contenido cuyos temas recurrentes (como el suicidio, la ruina y el divorcio) coincidían frecuentemente o al menos se solapaban en dos de los canales. Pero D.D. seguía prefiriendo la televisión comercial y no paraba de apagar dos de los televisores para dejar claro que los experimentos de videoarte nunca me harían ganar dinero. ¿O acaso los apagaba espontáneamente porque estaba subconscientemente hipnotizada por el magnetismo de una línea narrativa única?