Viví sucesivamente con dos comunidades Yanomami del Alto Orinoco, Bishaasi y Tayeri, desde noviembre de 1976 hasta mayo 1977; período durante el cual hice los dibujos (Meditaciones) de la presente exposición, basados en mis propias meditaciones cotidianas, y también en la cosmología de estos indígenas. Aquí, arte es el documento de un proceso, y no la manipulación de materiales pasivos. Durante este tiempo, también escribí este texto.
Arriba de mis ojos hay una esfera que alumbra sin calor, sin cambio, constante en su misterio. Quiero penetrar esa esfera o dejarla crecer, pero caigo en olvido. A veces, la luz aparece desde el centro superior de mi cráneo, y se reparte por la piel hacia abajo. ¿Es eso el principio vital mismo? ¿Por qué se consume?
Hukobatawe camina diez metros, gira, enarbola flecha, tensa el arco y apunta con exactitud. El cuerpo de apariencia frágil, en relación a la envergadura de las armas, es inesperadamente fuerte. Sólo el taparrabos rojo tiembla. Todo Hukobatawe es decisión, en ese instante su ojo se aguza, no vacila. Los mosquitos inundan la atmósfera caliente. Se escuchan los grillos o el destello fosforescente de un lagarto que cruza la alta ribera, contra la que el río Orinoco (caudaloso en esa temporada de lluvias) vira y recibe la afluencia del Mavaca, de cuya cabecera es originario. Warishewe: el shamatari que ahora en cuclillas, ignora la flecha precisa que ya soltó la mano dura de Hukobatawe.
La caña recta en sus dos metros penetra el aire con su punta envenenada y describe un helicoide en su viaje, impulsada por las plumas curvadas de la cola. Se entierra en espiral en el torso desnudo con un chasquido seco como el golpe de la cuerda contra su arco y antes de un grito ya la sangre corre sobre la piel contraída y la hierba verde, límpidas. Hukobatawe huye mientras los shamataris le prometen vengar la muerte de Warishewe: «Espera».
Warishewe, ese shamatari ahora inerte, cadáver en pudrición hasta que lo cremen, yace muerto; pero hace sólo unos días, se ha agitado en el violento orgasmo que ha proseguido la violación y el rapto de la mujer de Hukobatawe.
Hukobatawe y su familia esperan con miedo una posible incursión armada de los fieros shamatari. Dos lunas después, el río bajo, en el caliente final de otro día sin lluvia de comienzos de la temporada seca, la madre de Hukobatawe se columpia en su hamaca Bishaasi. Un viento repentino arremolina el polvo blanquecino de la plaza central de la vivienda comunitaria, donde Hukobatawe y su familia se han trasladado a vivir buscando la protección de los guerreros más feroces de Bishaasi. Saben que el viento no trae nada bueno. Lejos, en el territorio shamatari, se eleva el canto de un chamán que erguido, vibra, mientras los espíritus salen de su pecho manchado de mocos verde-rojizos de droga. Busca a quien devorar. Quiere, con su poder chamánico, vengar la muerte de Warishewe. En forma de espíritu va el viento.
En Bishaasi los chamanes corren a increpar los espíritus que soplan en ese vendaval maligno. La madre de Hukobatawe (en buen estado de salud, y en ese momento, olvidada de las amenazas) se columpia en su hamaca, y ya el espasmo de la muerte paraliza a la vieja. Hukobatawe exclama: “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!”. En una nota repetida y luego tres tonos más bajo. A ese canto o lamento se añaden las voces de otros parientes que ya rodean el cadáver de la vieja. Yo a Bishaasi vine justo a tiempo, a la angosta ocasión en que el combate escaló del flechazo que derrama sangre, a la muerte chamánica: el crimen que devora el alma.
Cantan el dolor con armonías de rezo. En la oscuridad frente al chinchorro de la muerte rodeado de parientes, dos viejas ejecutan un ritual: sostienen maracas en cada mano, avanzan cuatro o cinco pasos ágiles en la punta de los pies, arriba de los hombros y luego, dos o tres pasitos hacia atrás. Como duendes o como gruesas sombras sin peso, participan en el llanto, pero desconectadas entre sí, a no ser por la similaridad de los gestos. El resto de los dolientes ignoran estas dos oficiantes del llanto. ¿En sus gestos rituales, acaso se defienden solas de su propia muerte?
Toda esa noche, el lamento perdura. Trato de entender el orden del sonido. A ratos, todos parecen cansarse al unísono. Antes de despuntar el alba, retoman vigor los llantos y preparan leña. El chamán mayor va y viene organizando la pira. Los demás chamanes y el líder político, armado de arco y flechas, se alinean en cuclillas, entre el chinchorro, con el cadáver y la fogata que ya arde hacia el centro de la vivienda comunal. Aumentan los gritos y dos hombres salen de las sombras, del lugar donde la muerte ha ocurrido, cargando por las axilas y las piernas el cuerpo encogido, desnudo, duro y de piel cetrina arrugada. Una mano de la muerta se suelta y gesticula en el aire con torpeza inanimada. Columpian el cadáver con los brazos, y lo lanzan sobre la pira ardiente, cara hacia abajo. Rápido, afirman leña sobre su lomo expuesto entre el humo y las llamas. Los gimientes se encuclillan cerca y dispersan sobre el fuego todas las pertenencias de la difunta: sacan hoja a hoja su tabaco y quiebran la maraca negra, en la que hace pocos días la he visto traer agua del río. Un canasto rebota en la cúspide del montón de palos para rodar intacto hacia el lado. Una de las bailarinas lloronas que desde la noche anterior ha repetido los pasitos de avance y retroceso con doblar de codos, abandona su ritmo, recoge el canasto y lo devuelve al fuego. El humo aumenta, cambia de color, se vuelve transparente y más caluroso, a juzgar por la deformación óptica que produce a esa parte del paraviento circular directamente detrás de la fogata, desde mi punto de vista.
Persiste en mi retina, nítidamente, ese cuerpo inscrito de verde, senos sueltos, grandes pliegues de piel separada casi del esqueleto, girar en el aire para caer de boca sobre la leña en llamas. En este instante lo veo detenido, en el instante de traspasar el humo. ¡Veré siempre esa imagen!
Cuando los hombres regresan de una cacería de larga duración, al atardecer, una fila corta de parientes pasea en un canasto de tejido apretado, los huesos calcinados de la difunta. En oración o llanto con ritmo, completan tres vueltas a la vivienda circular de la comunidad. Los hombres con una llantina caminan armados de arco y flechas; las mujeres se quejan, avanzando y retrocediendo. Pasos rítmicos en punta de pie, con rodillas flexibles y rápido, repetido doblar de los brazos en alto.
Antes de dormirse, pero ya en la oscuridad, Hukobatawe prepara su atavío para los ritos funerarios del siguiente amanecer: pone ramita de onoto a remojar en una maraca con agua, y amarra en grupo de tres, largas plumas tiesas, rojo asalmonado en una cara y azul saturado de cobalto en la otra: guacamayo.
Yo sueño que Hukobatawe se queja de tener demasiadas mujeres y pocas hamacas, y que alguien me hace cosquillas hasta ahogarme. Grito. Sin querer, despierto conmigo a un buen número de vecinos de sueño. Les divierte la naturaleza de mi sueño; pero no creen que los extranjeros sueñan. “Los brujos sí, ellos sueñan porque copulan poco”, me dicen. Están más dispuestos a creer que, ya que mi chinchorro se encuentra en el primer lugar después de la entrada viniendo desde el río, algún Yanomami enemigo me ha flechado en la oscuridad
Volvemos a dormir.
Los gritos estridentes de un chamán armado, de pie a dos metros de mi cabeza, me despiertan mucho antes del alba; pero Hukobatawe se para al unísono y ya está en cuclillas a los pies del chamán, dialogando ese ritual oratorio nocturno. Aunque la noche apenas destiñe, ya todos los fuegos han sido atizados y muchas hamacas cuelgan vacías. Terminado el ritual, Hukobatawe se encuclilla más cerca del fuego, mientras una esposa le refriega el cuerpo con onoto. Su sombra se recorta contra el chisporroteo del fuego; tiene el pene y los testículos pequeños, y todo el cuerpo de músculos prominentes y duros. No parece Yanomami, cuyas contexturas son, a menudo,
menos rígidas, más felinas o flexibles. Sobre la pintura roja uniforme que cubre casi enteramente su piel, la mujer le inscribe con negro, líneas verticales ondulantes. Hukobatawe se atavía con trofeos de pájaros que él mismo ha cazado: se ajusta brazaletes de paují negro, con plumas cortas en un colgajo y otras en grupos, tiesas y largas, rojas por un lado y azul por el otro, rectas hacia arriba sobre cada bíceps.
El Orinoco, al amanecer, se desmenuza en neblina. Un tejido de humo se levanta lentamente, y entre la vegetación aletargada flotan vapores. Antes del sol y la violencia de las chicharras, hay un presente detenido en un instante: el Orinoco, culebra gigante, se desprende de la noche. Por un momento, no hay tiempo; hay peso, músculo que se vuelca sin velocidad.
Como el chamán Yanomami (a veces, en la violencia del yopo, detiene los gritos y el temblor exagerado de las plumas coloridas que cuelgan de sus orejas perforadas, detiene los alaridos, el aspaviento y el desenfreno, para, inmóvil, imita el singular canto de un solo pajarito que el escucha, en su alucinación, muy lejos, en el corazón del monte) el Orinoco, cuando la noche despeja, se queda un momento, unos segundos congelados, permanece, dura una eternidad. El Orinoco vive.
Una vez despierto, cierro los ojos y enciendo el blanco abismo redondo que vivifica lo frontal de mi cerebro. En ese blanco hay algo específico y completo, termina en un límite que es otro campo de blanco en sí mismo. Mil fronteras se abren: el paso de la noche al alumbramiento del fósforo.
Cada día quiero descifrar ese blanco; quiero hacer viajar mi cuerpo y consumir amarras. Quiero la médula que no se agota; o un borde redondeado de algo luminoso que nunca está entero. (Una representación geométrica de esta luz, es el círculo o la esfera, pero exhibe un comportamiento concéntrico, de ahí la espiral).
El grupo de llorones crece, pasean los huesos calcinados y repiten el ritmo de su llanto. Siete jóvenes de cuerpo pintado, ataviados de plumas y armados de arco y de flechas, con plumón blanco en la cabeza, irrumpen corriendo y gritando desde el otro extremo de la vivienda comunitaria, en un recorrido circular y violento. Algunos van tirando la cuerda de sus arcos, dejándola golpear secamente el madero. Otros acarrean un tronco ahuecado de unos dos metros de largo y 25 centímetros de diámetro, como una tosca canoa, pintada con onoto rojo, y como único ornamento, flores blancas en los extremos de la perforación alargada. Este vistoso grupo corre con estridencia hacia los llorones, trayendo también grandes hojas de plátano brillantes, y dos palos largos de dos metros y siete centímetros de diámetro, también enrojecidos de onoto. Los objetos son depositados entre los llorones en cuclillas, quienes, en reacción, aumentan el caudal de quejidos. Algunos de los jóvenes oficiantes ataviados, forran el hueco del tronco con las hojas que han traído. Otro vierte los huesos dentro del hueco. La vieja que antes los ha llevado en un canasto en procesión circular, ahora cae por tierra y refriega sus manos y su rostro cubierto de lágrimas contra el rojo del madero que ahora contiene los huesos chamuscados de su madre. Las pocas ropas que a ella pertenecieron, su piel y su propia carne, las maracas y canastos, se fueron en el humo, se quemaron en el fuego ritual, en la mañana que ha proseguido a su muerte. Ahora ya no quedan si no esos pocos huesos que dos hombres ataviados muelen con la más total indiferencia, sirviéndose de los dos palos largos que hacen girar al aplastar. Los otros oficiantes están de pie, más atrás, impasibles, erguidos, sosteniendo sus armas. Los parientes más cercanos gritan a cada crujido de los huesos que se pulverizan. Terminada esta tarea, una maraca grande con sopa de plátanos y un pariente cercano y líder político de la comunidad, vierte sobre el líquido, algo de esa cal gris verdosa de los huesos, que flota hasta que la revuelven. La beben los más próximos. Otros traen una palangana grande con mucha sopa de plátanos, que vierten en el tronco ahuecado después de retirar las hojas.
Algunos hombres se inclinan sobre éste y beben directamente, apurando el líquido con las manos, hasta chupar los dedos. Algunas mujeres beben de maracas pequeñas mientras lloran. El esposo de la hija mayor de la difunta, sin una expresión en su rostro, antes gemía y ahora se abalanza sobre el espeso líquido, traga y lame lo que se escurre entre sus dedos como garras. Ciertos trozos de hueso demasiado grandes permanecen al fondo.
Los que antes emplumados y con parsimonia se han ocupado de la molienda, vuelven a su tarea hasta remoler cada partícula, y ofrecen la punta de los palos embadurnados de plátano y polvo de huesos a Hukobatawe, quien los limpia con la lengua, lengüetea sus propios labios e ingiere, para que ni un solo átomo permanezca. En el tronco ahuecado añaden carato de plátanos, y lo vuelven a comer todo. El tronco y los palos moledores son destrozados a hachazos por uno de los oficiantes, y junto con las grandes hojas que han utilizado en la molienda oficial, van a un fuego ya atizado. Todo se va en el humo, incluso añaden un canasto que la vieja ha acarreado pendiente de una corteza sobre la frente, para que su espíritu lo lleve de la misma manera, ahora que retorna a la selva. La humareda es densa y las llamas cortas, pero eficaces en el mismo lugar frente a donde vivía y murió, exactamente donde hace algunos días, otro fuego ha quemado su cadáver. Los oficiantes esperan erguidos, orgullosos e indiferentes junto al fuego, confundidos por el humo, separados por planos más o menos grises, por la humareda más o menos espesa. Por una apertura en el gran paraviento circular, el sol despunta entre la selva verde joven y cielo azul límpido. Algunas excreciones del sol cortan en líneas rectas el humo. Los parientes que todavía lloran bajo la oscuridad del paraviento ya no tienen ni una sombra, ni un reflejo de su deudo. Absolutamente todo lo que era su persona física ha sido consumido, y sus escasos bienes ya se han quemado o están ahora en este fuego que dura rodeado de silencio. Han puesto sobre el fuego el canasto mismo que ha contenido los huesos. Hay un vacío. Nos miramos. Esa persona de la cual nada tangible permanece, está presente. Percibimos este ser que perdura más allá de todo objeto, símbolo o imagen que podrían traérnoslo a la memoria. El sonido mismo de su nombre debe olvidarse, reabsorberse en el lenguaje, jamás ser proferido. Los Yanomami quieren la invisibilidad total para sus muertos, y de este modo, logran liberar al espíritu en su camino a la selva o el conuco. Un espíritu sin imagen afirma su propio transcurrir.
De pronto, en silencio un hombre trae cantidades de carne previamente ahumada (váquiro, paují, cachicamo ) y la distribuye y ata concienzudamente sobre tres canastos grandes repletos de pijiguaos, bajo el ojo vigilante de los demás. Extrañamente, la muerte es unida con comer carne. Los canastos son transportados colgando de una corteza seca y ancha alrededor de la frente de un joven, hacía tres puntos distanciados bajo el paraviento. Allá el jefe de familia desata la carne, la corta y la reparte a sus próximos en parentesco y en el círculo de la vivienda ( ya que la ordenación en el edificio expresa la estructura social ), junto con una cantidad de pijiguao. Todavía algunos despojos arden y ya entierran los dientes en la sabrosa carne.
Un lugar blanco y redondo se abre en lo frontal de mi cerebro. Son excreciones de luz que se reúnen vagamente en círculos, la intensidad de una espiral o la paz infinita del color violeta. Los blancos son presencias saturadas; no superficies, sino densos líquidos donde mi ojo interior se desplaza en un medio que también se desplaza. Quiero entrar en el blanco espacio de mi conciencia vacía. Desprendido de lo doméstico, en silencio penetro otra química, otros impulsos transitan las áreas del cerebro, otra velocidad.
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